El miedo ha sido una emoción históricamente presente en muchos entornos educativos. A menudo invisibilizado, normalizado o incluso justificado bajo discursos de "autoridad" y "disciplina", el miedo se ha convertido en un elemento estructural de ciertas prácticas pedagógicas, generando efectos profundos y duraderos en la formación de los sujetos. ¿Qué lugar ocupa el miedo en nuestras escuelas, universidades y procesos educativos? ¿Qué tipo de aprendizaje se produce cuando el temor es una herramienta de control?
Diversos autores han advertido sobre los riesgos del miedo como dispositivo pedagógico. Freire (1970) señalaba que una educación basada en la opresión y el temor bloquea la conciencia crítica y reproduce relaciones de dominación. El miedo paraliza, genera obediencia acrítica y desconexión emocional, lo cual impacta directamente en la motivación intrínseca, la creatividad y el pensamiento autónomo (Rodríguez, 2017). En lugar de formar ciudadanos libres y reflexivos, el miedo produce sujetos disciplinados, ansiosos y subordinados.
En contextos contemporáneos, el miedo adopta múltiples formas: miedo al error, al juicio del docente, a la evaluación punitiva, al castigo social, a la exclusión, al acoso escolar o incluso al silencio institucional frente a las violencias. Esta emocionalidad se intensifica en comunidades vulnerables o en sistemas educativos autoritarios, donde el miedo puede convertirse en una experiencia cotidiana (Nussbaum, 2010). También se reproduce de manera estructural en prácticas que jerarquizan el saber, desacreditan el conocimiento situado o infantilizan la voz del estudiante.
Frente a ello, es urgente pensar en pedagogías del cuidado, la escucha y la afectividad. Estas no significan una renuncia a la exigencia o al rigor académico, sino una transformación de las condiciones emocionales que permiten aprender sin miedo. Como plantea hooks (1994), enseñar es un acto de amor y libertad que requiere vinculación emocional, respeto mutuo y confianza en el poder transformador del conocimiento compartido.
En este contexto, la investigación educativa tiene la tarea de visibilizar las formas en que el miedo opera en el aula, en los currículos, en las políticas y en la relación pedagógica. Necesitamos más estudios que analicen sus efectos, pero también experiencias que muestren cómo es posible construir espacios de aprendizaje seguros, emancipadores y afectivos.
Invito a la comunidad académica a reflexionar colectivamente:
Referencias