El imaginario funciona sobre la base de representaciones que son una forma de traducir en una imagen mental, una realidad material o bien una concepción. Por un lado, la construcción o formación del imaginario se ubica en nuestra percepción, la cual es transformada en representaciones a través de la imaginación, y por otro las representaciones que nos conforman en lo social y cultural sobrellevan una transformación simbólica. El imaginario es justamente la capacidad que tenemos, de llevar esta transformación a buen término. Como nos advierte Immanuel Kant: nuestra experiencia no se nutre pasivamente de los datos sensibles, sino que estos datos son asimilados y ordenados por los conceptos y categorías que pone el sujeto. La percepción dependerá en gran medida de la cosmovisión y los prejuicios que se tengan y que no es posible dejar de tener. Ellos forman el campo significativo (código / lenguaje) en el cual caen los objetos para asumir su sentido.
Interpelar la ciudad (y la arquitectura) desde los imaginarios abre un “campo ficcional”, que despliega sentidos múltiples, superponiéndose necesariamente entonces con el pensamiento proyectual. Ante esta relación entre lo real y la ficción, entre la arquitectura y el proyecto, está el campo de acción que se propone.